Lapicero

Rosa en la huerta de Murcia.
Fotografía:

Primavera. Todo lo que huele

27/04/2025

Si algo describe la primavera, son los olores. En el caso de Valencia, el azahar de los naranjos, incluso cuando su fruta es borde. En el caso de Murcia, la fragancia de las rosas, que en la huerta de mi padre lucen rojas, rosas, blancas y amarillas. Quizá el invierno sea la estación con menos aromas, si acaso la lumbre. El otoño es la tierra húmeda y el petricor. El verano, el jazmín y el galán de noche. Cualquiera de estas esencias me transporta a momentos, ya sean concretos o recurrentes. A esos paseos primaverales en los que regresa la manga corta. O a las lluvias de septiembre, que te obligan a sacar la rebeca. Pero estamos en abril, casi mayo.

Así como asocio colores con palabras -no hace mucho me enteré de que, en realidad, es una característica no tan común, conocida como sinestesia, pero en mi cabeza el lunes siempre ha sido azul y el viernes, amarillo-, encuentro en cada olor un relato muy intenso. Y no hablo de la delicadeza de los perfumes, que sobre todo me interesan cuando son sutiles y evocan personas, ni de la parte olfativa del vino. En general, los aromas de mi memoria son humildes, incluso vulgares, y puede que comunes a otras personas. Mientras los pienso, puedo sentirlos, y cuando los siento, es imposible no dibujarlos en la mente con una imagen.

Me sucede con la crema Nivea que mi abuela se untaba en las manos.

El salitre que se cuela en el coche cuando bajas la ventanilla cerca de la playa.

El café emanando de la cocina y, a veces, el pan tostado que anuncia la mañana.

El olor de las librerías, de las páginas de un libro cuando se lee por primera vez.

El azufre, las dos únicas veces que he subido a volcanes. 

La colonia de mi madre, que está presente en todas y cada una de sus chaquetas.

La acetona, esas tardes quitándonos el pintauñas en el sofá.

La piel de la persona amada, que para mí solo es una. También su sudor.

Me gusta oler a Bruma justo detrás de las orejas, sé que da risa.

El olor de las palomitas, es imposible que no pida palomitas en el cine. 

La humedad del sótano de mi casa de la playa; todos los olores de esa casa.

El pino, especialmente en la montaña, y especialmente en verano, si sopla brisa.

Tarta, bizcocho, galletas, pero cuando todavía están dentro del horno

¿Alguien que no se muera de hambre con el olor de las patatas fritas?

El cloro de las piscinas, especialmente si es para hacer deporte.

Almendra y geranios, viajo de inmediato al invernadero de San Sebastián.

El champú de los demás, el mío solo me lo huelo cuando cambio de marca.

Las sábanas limpias recién tendidas en una azotea, o recién puestas en la cama.

No pudo oler el incienso sin pensar en quienes ya no están.

No me gusta el olor de los bebés -supongo que eso me hace parecer una persona horrible-, ni el de los aviones. Odio el olor del tabaco y la laca. El perfume de vainilla me resulta empalogoso. A nadie le gusta cómo huele Stradivarius, y hablando de ropa, son terribles los entintados en los vaqueros negros. El olor más desagradable que he experimentado fue visitando las curtidurías de Marruecos, cuando me tuvieron que dar hierbabuena para que no vomitara. Pese a que mi estómago se remueve, ahora mismo me siento ligeramente más poderosa frente a la IA.

Interpreto este nuevo interés por los detalles sensitivos como algo muy positivo, en mi afán por estar más presente y menos en el análisis. Incluso en los malos olores hay una fuerza brutal. La muerte huele, el sexo también. Se puede fundir un mal olor, como el de una habitación sucia, con uno bueno -por ejemplo, una pizza que se está cocinando en el horno-, y se consigue un resultado bastante sexy. Es parecido a lo que sucede con la gasolina, que no, pero que sí. 

Mi abuela tenía una piel muy suave, recuerdo el tacto de sus manos. Al margen de la crema Nivea, usaba geles, colinas y cosméticos hipoalergénicos, sin ningún tipo de olor. Le molestaba cualquier etiqueta en la ropa, me sucede igual. Otro día hablamos del tacto.

Por Almudena Ortuño