El Faro de Navidad de la ciudad de Cartagena, llamado así por la cercana batería de Navidad, se rodea de un rompeolas con más de 100 años de antigüedad. Con independencia de su nombre, está más bonito cuando resiste las embestidas del rabioso mar de invierno, y lo digo con el recuerdo persistente en las retinas. Lo visité a principios de marzo, y el viento me enredaba el pelo en la cara. Eso ya no sucedería ahora, porque me lo he cortado. Y mucho.
He hecho coincidir la cita de la peluquería con la Luna Creciente, porque varias personas me han asegurado que estimula el crecimiento. La biodinámica del vino, ahora aplicada a la melena. El corte no ha sido por rebeldía ni por moda, que eran las dos motivaciones fundamentales en los años de adolescencia, sino a modo de tajo vital. Chás-chás para despedir algunas etapas, y más chás-chás para dar la bienvenida a lo nuevo. Como si se escuchara una claqueta y las aventuras recomenzasen junto con las fases lunares. Y de paso, cambiásemos de estación.
Se va el invierno, y ya huele a primavera. Para mí es una estación complicada, la invernal, porque no llevo bien el frío. Salgo menos entre semana y trabajo más a lo largo del día. Repaso mi carrete de fotos, y veo muchas mesas de restaurantes por distintas ciudades, pero casi siempre por compromiso laboral -ya, ya, hay tormentos peores-. También hay vino, libros y flores. Algunos museos y teatros. Olivos de Jaén y almendros de Cieza. Estoy más cerca de mi familia y amigos que de la frivolidad social. Sería injusto obviar lo necesario de todo esto.
Digamos que en invierno, la vida se apelmaza, envuelta en la bruma. Hay que tirar de esperanza para avistar el faro. Ese que nos dice que, pronto, todas las calles olerán a azahar y la huerta se coloreará con las rosas. Saldremos de la madriguera para disfrutar del paisaje. Y si bien celebro que mis músculos se estiren, porque estaban enquilosados, también sé que al llegar a ese puerto soleado, recordaré con nostalgia los días de recogimiento. Porque en todo viaje, la promesa del destino es una parte fundamental, y hubo muchos días de aprendizaje que dejar por escrito.
Del invierno de 2024 recordaré…
- Nápoles, Pompeya, Palermo. Los napolitanos saben que las reglas no existen. Y nosotros haríamos bien aprender que no puedes forzar un viaje, porque el viaje tiene sus propios planes. Adiós a las largas listas de checks, excepto en el caso de los volcanes. 🙂
- El Día de Reyes. Lo viví con la ilusión de una niña, porque me llevé una sorpresa. Hacerse mayor conlleva no asombrarse tan a menudo. Pero cuando sucede, es MÁS.
- Morella, Murcia, Madrid. Fue bonito viajar en familia. Fue bonito reencontrarse con la familia. Incluso revisitar Madrid, que es una de mis ciudades favoritas, aunque esta vez no me viniera nada bien. Hay veces que necesitas electricidad, y otras que no.
- Baeza, Jaén, Úbeda. Qué bonitos son los sitios humildes. Como llegamos tarde al hotel, nos ofrecieron la última habitación disponible: la suite. Bagá será un restaurante difícil de superar este año. Pero disfrutamos igual con los ochíos de Úbeda.
- Las comidas de equipo. Ha habido varios cumpleaños en Brava y hemos salido a comer más a menudo. Siempre he sido muy independiente, incluso individualista. Cada vez valoro más pertenecer y soy consciente de que el equipo te hace llegar más lejos.
- Una idea de madurez. Las personas te aportan de formas insospechadas y el legado, en realidad, siempre es colectivo. Conforme pasan los años, cada vez pienso menos en singular.
- El trabajo muy duro. No dignifica, qué va. Y siempre se debería trabajar para ganar dinero, nunca gratis. Pero a decir verdad, tiene mucha importancia el amor hacia un proyecto, y te mantiene despierto en noches oscuras. Aunque a veces me aplaste, me gusta mi profesión.
- Bruma bajo el edredón. He visto un documental de Netflix que afirma que los gatos en realidad quieren y eligen a su humano. Eso sí: solo a un humano.
- Libros lejanos. He estado leyendo a personas con universos muy distintos al mío, como Camila Sosa o Elaine Vilar. También columnas de personas que no piensan como yo a nivel político, me interesan. Pero no, si eres machista o racista, paso bastante de tu opinión.
- Los vinos de viernes. Tras un concierto o una representación de teatro, junto a los amigos más cercanos. A mí hay personas que me salvan, y eso que a veces reñimos. No merece la pena, pero sí creo que viene bien, porque los cimientos de la amistad también se trabajan.
- La floración de Cieza. Lo que a veces creemos almendros en flor, en realidad son ciruelos de flores rosas. Mis conocimientos botánicos siguen ampliándose, como constatan los geranios del balcón y los tulipanes que he tenido sobre la mesa del comedor, de todos los colores.
- Cartagena. La ciudad inexpugnable, histórica y con faros -está el rojo, pero hay otro verde- que alumbran lejos. Me impresionó ver el foro romano repleto de cocineros durante los Soles Repsol, pero lo mejor no fue la gala. Fue pasearla junto a quien amo.
No olvido todo lo vivido en este invierno extenuante. Sé que son cosas banales, pero cada vez me parecen las más fundamentales. Conforme me hago mayor, no solo me acerco a la palabra envejecer con cierto amor, sino que cobra más importancia aquello que se contempla y se respira. La naturaleza y los animales. Las puestas de sol y el tacto de las manos. Hay algo trágico y hermoso, diría que incluso doloroso y alegre, en saber que nada durará para siempre.
Pero mientras lo vivimos, ¿acaso no parece que sí?