**Este texto fue escrito en la soledad de un apartamento de Williamsburg (Brooklyn), durante una larga tormenta, como parte de un proyecto de cartas cruzadas con un amigo al otro lado del Atlántico**
Esta semana apenas he visto el Sol. Y no porque Nueva York tenga una identidad gris, color sinestésico de esta ciudad, que se despierta elegante y va escondiéndose entre la neblina conforme cae la tarde. El anochecer llega antes de las 5PM. Tampoco ha sido por la lluvia, que está repiqueteando los cristales en este preciso instante, noche de viernes solitaria, donde las teclas del ordenador se ponen, al fin, a mi servicio. Tendida en el sofá, con mi gata en el regazo -Bruma como pálpito del hogar a 6.000 kilómetros-. Durante toda la semana, estas mismas letras que golpeo me han atado al ordenador, y del ordenador a España, donde las obligaciones del trabajo me siguen devolviendo. “Tienes que parar ya”, dirías, y yo, borde: “No te metas”.
No sé si hago bien cediendo las horas de aventura por las de responsabilidad. No sé si hago bien, pero no sé hacerlo de otro modo. El trabajo siempre ha formado parte de mí y me ha hecho sentir segura conmigo misma. Me ha ayudado a entender quién soy y ha servido de ancla cuando he volado demasiado lejos. Al mismo tiempo, también ha sido refugio cuando alrededor nada funcionaba. He trabajado desde muy jovencita, y hace unos años siempre habría respondido que mi profesión era, sin lugar a dudas, lo más importante. Ahora no estoy tan segura. Me gusta lo que hago y lo que me reporta -de la cuenta bancaria solo espero que pague mi libertad, no necesito más riqueza-, pero ante todo, me gusta lo que vivo.
El periodismo me ha llevado a lugares que jamás imaginé. Me ha permitido ayudar a personas en sus luchas personales. A sentir que ayudaba a frenar una injusticia. A detectar la mentira y la honestidad en los ojos de quien me habla. A entrevistar a personalidades que admiraba, cuyos libros limpiaba en la estantería de casa. He vivido premieres y conciertos, galas gastronómicas y cenas memorables. He compartido café con hombres -y mujeres- de los que me he enamorado mientras desnudaba sus palabras. He viajado de la franja de Gaza a los viñedos de Narbona. He entrado en las mejores cocinas del mundo. Y sobre todo, gracias al periodismo he conocido a gente brutal, con la que sueltas libreta y boli, y nace la amistad.
¿Debería creer que sí, que soy rica? Pues mira, no sé qué decirte. Porque cuando he pasado mucho tiempo entre el café y el procesador de textos -la parte del oficio que resulta invisible al lector- me siento una autómata. Pero si salgo ahí y me cuentan historias, y escucho las voces, las letras bailan, bailan, bailan. Cada vez que me he enamorado, y luego me he dejado hacer papilla, las palabras han brotado como un torrente. Si viajo en el tren, dejando atrás Murcia, las raíces me estiran hacia el teclado. Y cuando acabo un buen libro, y digo “joder, ojalá yo pudiera hacer eso”, lo intento, pero no me sale. A mí, querido escritor atormentado, la vida me da la fuerza, y paso de la teatralidad del vaso de whisky, porque me quedan muchos vermús al sol.
Esta tarde de viernes he pagado el ordenador a las 19 PM cuando, en España, muchos ya estabais durmiendo. He quedado para tomar una cerveza en Greenpoint con una chica -murciana- que conocí en clase. “Dos murcianas en Brooklyn, suena a comedia romántica”, has dicho. Después de la anécdota de su desnudo espontáneo en una videoconferencia, he decidido que mañana cogeré el ferry, en lugar de acabar ese artículo que tengo a medias en el escritorio.