Lapicero

El amanecer más bonito del año
Fotografía: El amanecer más bonito del año, en Filipinas.

El último verano que sí

16/09/2024

Cuando quedan pocos días para despedir el verano, que como siempre barrerán las hojas del otoño, me permito retroceder unos pasos. Y aunque estoy a punto de recibir mi estación favorita -«la luz de septiembre es la más bonita del año», dice él-, hay algo en lo que nunca podrá superar a los meses de junio, julio y agosto. En todos los veranos hay un poco de la infancia, de aquella libertad que se fue. De pequeña, veraneaba en la casa que mis abuelos tenían en el Mar Menor, donde las rutinas eran casi siempre las mismas: me bañaba en la playa por la mañana, salía a pasear en bicicleta por la tarde y tiraba el bocadillo de la cena a la papelera cuando nadie miraba, porque quería seguir jugando con los amigos hasta las tantas. La adolescencia lo cambió sustancialmente. Y para cuando empecé a viajar con los amigos de la Universidad, aquel estilo de vida se esfumó, junto con sus paisajes y sus gentes, a los que hoy echo tantísimo de menos. En especial, echo de menos a mi abuela, sentada en la mecedora.

Estoy en ese momento de la vida en el que miro hacia adelante casi lo mismo que hacia detrás, por lo que siento nostalgia y esperanza a partes iguales. Añoro los días que han sido, también los que fueron. Y valoro mucho los recuerdos -todo termina siendo un recuerdo- que me regala el presente, porque un día formarán parte del álbum de los mejores años.

Vuelvo con cariño a una mañana de este verano, que entonces me pareció terrorífica, pero en realidad no fue para tanto, en una atestada parada del metro de Londres. Éramos dos turistas más en dirección al mercado de Portobello. Para huir del cliché -los viajes están repletos de ellos- convertí la ciudad en escenario y empecé a hablar con Ferran de Nora Ephron, a la que he leído bastante este año. En uno de los capítulos finales de ‘No me acuerdo de nada’, relata lo mucho que le gustaban los veranos en su casa de Long Island, en especial cuando llegaban las formaciones de gansos a mediados de julio. “Con el tiempo, claro, los chicos se hicieron mayores y los gansos se convirtieron en otra cosa: en la primera señal de que el verano no duraría eternamente y pronto terminaría otro año más”, escribe. Y es por eso que Nora dejó de ir a Long Island. Me entristece profundamente esta historia, no sé muy bien por qué…

Pero no venía a hablar de gansos, sino de las siguientes páginas de este libro. Las famosas listas de ‘Cosas que no echaré de menos’ y ‘Cosas que sí echaré de menos’ protagonizaron la conversación de aquel sábado. Ephron enumera los inconvenientes cotidianos que le gustaría dejar atrás, como el correo electrónico o el uso del sujetador. Pero también revela esos motivos por los que le merece la pena vivir, incluyendo los seres queridos, la mantequilla y -por supuesto- el otoño. Nosotros, en aquel metro, jugamos a lo mismo. Y así es como hoy, a continuación, vengo a terminar la lista. ¿Por qué? Pues porque sí. Porque la página en blanco siempre fue un ancla. Y porque cuando vuelve a activarse la rueda del trabajo y nos amenaza la oscuridad, es importante agarrarse a lo que de verdad ilumina los días. Además del pasado, si alguna vez no están, hay muchas cosas del presente que echaré de menos.

COSAS QUE SÍ DAN LUZ

  • Su piel, especialmente en invierno.
  • Y sus ojos, en cualquier época del año.
  • El ronroneo de Bruma en mi tripa.
  • Los faros verdes de cada mañana.
  • Algunos chistes malos de Álex (no todos).
  • Los paseos, cuando acaba el verano.
  • Los libros, cuando vas por la mitad.
  • El café, el chocolate y el queso.
  • Hablar de plantas con mi padre.
  • Que mi madre me traiga panecillos.
  • ¿He dicho ya el queso?
  • Que llueva ahí afuera, y fuerte.
  • Que haya comida en el horno.
  • Recordar un vino por todo lo demás.
  • Terminar de escribir algo personal.
  • Tener tiempo para desayunar.
  • La sensación de tener tiempo, en general.
  • Que aparezca un animal en la naturaleza.
  • Los limones y los higos de mi huerta.
  • Que me peinen, que me toquen el pelo.
  • Heredar una prenda de ropa.
  • Encontrar fotos antiguas (y cartas).
  • Un jarrón con las flores frescas.
  • Ir a una celebración que me apetece.
  • Los conciertos, los museos, los cines. 
  • Las birras de antes y después.
  • Las bicicletas, pero las de paseo.
  • Agarrarme fuerte en una moto.
  • Planear un viaje, incluso más que viajar.
  • Un restaurante por descubrir.
  • Una notita sobre la mesa.
  • El atardecer.
  • El amanecer.

Lo que no echaré de menos será el trabajo. Más bien, el exceso de él. Ni las llamadas ni los WhatsApps, que todo lo invaden. No echaré de menos las colas, las sufro mucho. La comida fría me parece un insulto, igual que las prisas en un restaurante. Las lavadoras, la depilación y las facturas de la luz. Los rencores del pasado, qué lastre. Esa gente que solo habla de otra gente. Los proyectos sin alma. El dinero que no es libre. La distancia emocional, cuando necesitas vaciarte. La cebolla cruda. Los días de mucho calor, aunque llevo peor el frío. Las despedidas.

Por Almudena Ortuño