El verano de mi infancia tenía un final muy nítido. La tarde del último baño, cuando al regresar de la playa, el equipaje estaba cuidadosamente dispuesto en el maletero del coche. Me duchaba y me vestía, me despedía de mis abuelos con besos que ya no volveré a dar, y de los amigos que aún quedaban en la urbanización con promesas que nunca cumplíamos, porque en invierno jamás volvíamos a coincidir. A través de la ventanilla trasera del Peugeot 406 de mi padre, se emborronaba el paisaje sobre el que había dibujado tantos recuerdos en esos meses -porque por entonces, el verano duraba meses-, mientras por la pantalla del iPod Classic discurrían las canciones más tristes. Wake me up when september ends; Stop crying your heart out. Era una escena bastante melodramática, pero ahora que lo pienso, totalmente necesaria.
Aquel era un trayecto y un interludio. De lo lacónico y lo melancólico en ese momento, nacía la ilusión y la curiosidad de los días posteriores. Los rituales es lo que tienen. En la medida que los recuerdos se engrandecen, también se empequeñecen mejor. Se estrechaban con elasticidad y se disipaban con suavidad. Y así es como el verano se dejaba ir con bondad, aceptando que, al llegar a casa, instantáneamente sería otoño. La estación más bonita del año, por otro lado.
Mucho tiempo después, este verano ha terminado en Peñíscola. Esa ciudad que emerge del mar, sobre un peñón rocoso, a la que no regresaba desde los diez años. Entonces fui con mis padres. Sentía que mi memoria guardaba fotografías del castillo que casi toca la Luna, paseos por las calles empedradas -y empinadas-, baños en la playa junto a la fortaleza. Estaban en blanco y negro, y al revivirlas, cobraban color. Hubo nuevos atardeceres tardíos, largas conversaciones sobre el mejor sabor de helado para sumergir en el café granizado, últimas bocanadas de brisa, y arena adherida a la piel. Esa arena que me he pasado el verano sacudiendo, pero que en realidad no quiero dejar caer. La persistente idea de que este momento no acabe, de que se dilate esta absurda conversación sobre gaviotas, de poder retener el mar en las manos.
Es que ha sido un buen verano, lo he vivido con plenitud.
¿Es el fin?
“Tengo miedo de que esto acabe”, digo en voz alta, pero en realidad, «tengo miedo de volver a sentir ansiedad», como si alguien más que yo pudiera ponerle remedio. En la frase misma, también hay anticipación. Así que me agarro a las tardes de siesta con Bruma sobre los tobillos; ella ronronea. La espesura de la lectura cualquier día de la semana. El cine al aire libre, o el cine cubierto, pero totalmente vacío. La sonoridad de las risas de los amigos. Últimamente habito las mesas sin apenas hablar, con mucha hambre de escuchar. Me siento más alimentada.
Este es un epílogo irremediable. Claro que me apetece el otoño, hay algo plácido en las rutinas. En posar las dos manos sobre la taza del café. Me apetecen los viajes por venir -Japón ya ha quedado demasiado lejos-, las conversaciones de la ciudad -especialmente, las desinteresadas- y todo quehacer que sea totalmente improductivo. Porque al contrario de la infancia, vivo en otra edad y en otro mundo, donde todos esperan algo de ti. Donde ni siquiera las estaciones son fiables, pues las hojas secas arden bajo el sol ardiente, y donde no existen fronteras entre lo que sucede en un lugar y en otro, porque todo se consume en el mismo espacio y a similar velocidad. No quiero formar parte de ese torbellino. El mes de agosto se desparrama sobre el mes de septiembre, disolviendo los colores y desfigurando las formas, para que se origine un lienzo abstracto, impreciso y confuso. Horizonte marino sobre skyline de rascacielos; agua bajo tus pies y sangre sobre los rostros en otras partes del mundo.
A menudo, vemos sin ver. Estamos sin estar. Pero este verano, he estado donde quería. Quizá por ello, la sensación de volver tiene implicaciones más complejas, empezando por esta emoción invasora, reciente y persistente. Anticipación por lo que será. Así que recupero mi trayecto en coche, y me entrego a este texto, esperando una transición. No hay canciones de Oasis, pero sí pequeñas conquistas. Este mundo de aquí adentro es quién soy, y en él, solo hay dos propósitos: querer a la gente que quiero y ganar tiempo con algo estúpido.
Acepto el fin del verano, pero no de la ilusión.