Soy miope, lo que quiere decir que mi refracción me permite enfocar los detalles cercanos y emborrona los objetos lejanos, algo que invierten las gafas. Así que cuando me despierto, miro muy de cerca las motas negras sobre los ojos verdes de Bruma, consciente de que la mayoría del tiempo me pierdo esos pequeños misterios y esa peca en la nariz. Con la felicidad me sucede lo mismo, y esto es algo de lo que me percaté el otro día en la barra de un bar, que es donde una se percata de todo. La felicidad es una lente que se interpone en la retina para seguir mirando hacia delante, en lugar de detenerse alrededor. A veces le tenemos miedo -leo que existe una patología, que se llama querofobia-, porque un planteamiento plácido del relato suele proseguir de un nudo trágico de los acontecimientos, y yo siempre he tendido a acelerar el desenlace.
He vuelto a necesitar el Lapicero, refugio de las letras a mi servicio, y tampoco sé explicar muy bien por qué. He temido que los bocetos no estuvieran a la altura del resto del cuaderno. La última vez era distinto: la última vez estaba triste. Cuando escribí aquella newsletter desde el otro lado del Atlántico, con cartas en dirección al hogar, en realidad lanzaba las cuerdas que devolvieron el barco al puerto. Ahora siento que estoy en el lugar: la casa, el proyecto y con la gente que quiero. Y sin embargo, la vista se pasea distraída por el horizonte, oteando por dónde vendrá la tormenta, o quizá en qué dirección podría inventarse el nubarrón, porque ya se sabe que sin atormentarse se escribe peor. Las teclas como prestidigitación de un destino en el que hay aventura y drama, cuando no terror, y entre tanto, la ausencia lacerante de pecas.
«La tristeza tampoco se ve de cerca», me dijiste -estas siempre seguirán siendo las cartas para Álex-. «¿Entonces nada importante se ve cuando está muy pegadito?», te pregunté yo. «Supongo que se ve una parte, pero nunca el todo, porque para el todo hay que tomar distancia», fue la entente. No me di cuenta del daño que me hice, porque cuando el fuego quema mucho, la piel pierde la sensibilidad. Ahora no me doy cuenta de lo bonito que vivo, porque los logros se ponderan, las pasiones se asientan y la felicidad se contempla sin las gafas. «Creo que recordaré esta época mejor de lo que la estoy viviendo», pronuncio por quinta vez esta semana. «Es que tocaste fondo en la piscina, pero lo importante es que cogiste impulso con el pie», respondes.
Un pataleo por la casa que me arrebataron; por las paredes que no pinté, por las plantas que no cuidé. Una brazada más fuerte, porque casi ahogo los sueños de mi profesión; pero puestos a ahogarse, mejor intentar alcanzar la superficie. Y una bocanada de aire por el amor, de todos los tipos, que me intentaba rascar de la piel; como si sentirse querida fuese algo inmerecido.
En la nueva vida de este Lapicero quiero compartir el olor a café de la mañana, los libros con los que escribo el comienzo de los domingos y los paseos de medianoche en las noches de verano. Los Wordles que me intercambio con mi padre, las cremas que mi madre me pone en la cara. Los cacahuetes que mis amigos me piden con la cerveza y el vino, que para mí siempre -SIEMPRE- es la persona con quien lo compartes. Quiero enroscar la cola de Bruma con el dedo, que se revuelva con un maullido y haga como que me muerde sin ninguna credibilidad. Perderme en cada uno de los pequeños detalles, las pequeñas conquistas, que me arrebatan las lentillas; aunque de vez en cuando hagan falta las gafas para otear los asteroides. Creo que por lo general he sido feliz de cerca, justo desde donde no puedo verlo, pero esta vez prometo escudriñar muy fuerte.
- Un libro: Esos días que desaparecen, de Timothé Le Boucher. Dibbuks, 2019
Aquí un cómic sencillo, de un autor joven, que va cogiendo ritmo y haciendo ruidito conforme pasas las páginas. Si vives un día de cada dos, como le sucede a Lubin Marshal, solo te queda vivirlo el doble. Supongo que yo desayunaría el doble y diría el doble de tonterías que digo. Leería más que escribiría y reuniría a un número indecente de personas a la mesa. ¿Cuántas cosas harías todo el tiempo? Pues esas, justo esas, son las importantes. Por lo general, las mismas que nos negamos -de nuevo todo el tiempo-, y del boicot de la propia vida trata un poco el libro.
- Un vino: Guffens-Heynen, Le Chavigne Mâcon-Pierreclos ’20
He estado a punto de empezar con un Verdejo -que sí-. He estado a punto, para cargarme todos los esnobismos del vino, porque esto iba rasgarse las vestiduras y porque en realidad pasó algo bueno en esa esquina de la barra de Teca. No todas las cosas buenas empiezan bien. Pero me quedo con la Chardonnay y un brindis feliz en La Barra de Kaymus, por aquello de mirar la vida cuando brilla sin dejarse deslumbrar. Hay quien define el vino desde la acidez y la mineralidad, yo conozco a alguien que diría que te parte la lengua como un cuchillo.
- Una frase: «Se te ha vuelto a llevar el viento»
“No me he escapado, es que no suelo estar donde me dejaste”. Dejar ir es una lección que lleva una vida entera y, a veces la única forma de que alguien regrese. Entender la naturaleza de cada persona a la que se ama, respetando lo que necesita, sin anteponer la necesidad propia, hasta el punto de sentirlo en la respiración. “Siempre has sido una hoja, ¿no? Una hoja que mueve el viento. Aunque pensaba que hoy no hacía tanto aire”.