Hace tres semanas, esta entrada se iba a titular ‘Irati’; hace dos, no parecía que fuera a existir. Es curioso como la vida altera los planes, y con ellos las emociones, de forma que los días de lluvia por los bosques de Navarra han quedado enfangados por una tragedia sin precedentes en Valencia, y una tristeza desconocida hasta hoy. Cuesta recuperar los recuerdos, pero todavía más pensar con claridad. Es consecuencia del dolor, que todos hemos visto en los ojos de personas a las que queremos, y que todos hemos sentido en lo más profundo de nuestro estómago, en convivencia con el miedo -qué cerca estuvo-, el enfado -con toda la clase política- y hasta la culpa -porque nosotros sí estamos bien-. Los cielos de nuestro territorio siguen despertándose grises, no hemos recuperado la luz. Aun cuando el otoño es la época más bonita del año, esta vez transcurre en silencio, entre calles vaciadas, rostros apagados y pisadas de barro, mucho barro. Barro sobre el asfalto y las fachadas; barro en las sonrisas y el espíritu.
Ha habido miseria. Miseria por las vidas perdidas, y quienes temieron perderlas. Miseria por todos los daños materiales, que también son sentimentales. Miseria por no haber recibido la ayuda que tocaba. Porque los refuerzos llegaron demasiado tarde, y eso no se debe olvidar ni perdonar. Incluso miseria por una cobertura mediática, estupenda en el caso de los periodistas locales, pero lamentable en el de los reporteros estrella. Vivimos en una posverdad, rendida a la espectacularización y la agitación. Hubo mucha miseria en las redes sociales, plataformas que siguen perpetuando su daño para la salud mental, con una inmensa cantidad de ruido, bulos y extremismo, en el momento más inoportuno. Hubo selfies frente a casas derruidas. Y sigue habiendo miseria tantos días después, principalmente por la ausencia de responsabilidad política. También por el intento de sacar rédito comercial de la solidaridad desde algunas marcas. Y en lo más íntimo, en el juicio que hacemos los unos de otros, criticando que haya empresas que quieran avanzar y personas que necesiten retomar la normalidad.
Ya viene el giro…
Volveremos a reír; es ley de vida. De hecho, la felicidad ha estado entre nosotros, y eso también merece ser contado. Incluso en las calles de los primeros días, se escucharon las carcajadas. Porque un vecino ayudaba a otro, porque no tenían ni idea de cómo mover un escombro, porque una ola de solidaridad había estallado por doquier. Lo que tiene el drama es que alberga épica. Cientos de botas desfilando desde la ciudad de Valencia en dirección a todos los pueblos afectados, para gritar que allí estaba la cuerda a la que amarrarse. Gente de todas las edades, en especial jóvenes, rompiendo las paredes de cristal impuestas por los mayores. Mesas puestas en plena calle, para comer lo que enviaban desde todos los puntos de España, o lo que cocinaba el voluntariado. Qué gran diferencia hay entre las imágenes bienintencionadas, que animaron a seguir ayudando, y esas otras de las que hablábamos, que solo buscaban inflar el ego. Cuando se ayuda de verdad, el sentimiento se cuenta solo. Seguro que también hubo quien lo hizo lo mejor que pudo, y aún así se equivocó, y no pasa nada.
Volvamos a las sábanas de agradecimiento colgando de los balcones; el pueblo unido, aún vencido. Al rayo de luz que dibuja un arcoíris tras la tormenta. Nos sabemos débiles y fuertes al mismo tiempo. Y merecemos quedarnos con lo mejor de lo peor. Nadie sabe cómo se gestionan este tipo de situaciones, que en realidad suceden todos los días por todas partes. La única diferencia ha sido la proximidad, así que podemos rendirnos o volver a levantarnos. A pesar de las circunstancias colectivas, las nuevas alertas de peligro, la perpetua sensación de escenario pospandémico y el dolor personal, que cada uno transitará a su manera y con sus tiempos, pienso que debemos seguir. Creo firmemente que el mayor acto de respeto por las víctimas es no victimizarse, y que el mayor gesto de valentía pasa por avanzar. Intentar mantener un discurso optimista con los nuestros, compartir ánimos quien los tenga. No olvidar, no dejar de ayudar, no perder de vista que hay responsables y que esto no ha terminado.
Pero sobre todo, recordar que el mundo sigue estando lleno de belleza, y de desafíos, y de celebraciones con los seres queridos. Baila, baila, baila. Tenemos la suerte de seguir vivos.